Para el pueblo israelita, sin derramamiento de sangre no había perdón de pecados, y sin perdón de pecados no había comunión con Dios; Dios mismo lo había establecido así.
Pero cuando Jesús vino, El derramó Su sangre entregándose como sacrificio por nuestras rebeliones, el castigo que merecían nuestras culpas cayó sobre El... Jesús es el Cordero de Dios. Su sacrificio en la cruz del Calvario trajo salvación para toda la humanidad. Su sangre derramada una vez y para siempre, hoy perdona nuestros pecados y restaura nuestra comunión con Dios. Ya no es necesario otro sacrificio, ni personas que oficien de intermediarios.
Gracias a nuestro Sumo Sacerdote Jesucristo, ahora podemos acercarnos con confianza al trono de Dios y hallar allí misericordia y gracia para el momento que lo necesitamos. (Hebreos 4:14-16)
Antes, sólo los sacerdotes podían intermediar entre Dios y los hombres, y ofrecer los sacrificios...
Pero hoy, gracias a Jesús que nos amó y nos lavó de nuestros pecados con Su sangre, los que hemos creído en El somos sacerdotes para nuestro Dios, para ofrecerle las cosas que le agradan. (1Pedro 2:5, Apocalipsis 1:5-6)
Somos linaje escogido por Dios, sacerdotes del Rey, nación santa, pueblo que Dios ha adquirido para que anunciemos las virtudes del que nos llamó de las tinieblas a Su luz admirable. (1Pedro 2:9)
Antes, Dios habitaba en el tabernáculo... pero ahora Su residencia está en el corazón de cada uno de los que creen en Jesús como su Salvador. Nuestro cuerpo es templo de Dios, Su Espíritu mora en nosotros. (1Corintios 3:16, 6:19-20) Por eso, debemos glorificar a Dios en nuestro cuerpo, evitando el pecado y procurando vivir en santidad. Porque sin santidad... nadie verá a Dios.
La presencia de Dios prometida antes sólo a los israelitas, ahora es para todas las naciones, razas y pueblos... para la iglesia de Cristo, formada por todos los hijos de Dios.
Todo esto lo debemos a la obra que Jesús hizo en la cruz... por ti... por mí... por amor!
¿Cómo rechazar esta salvación tan grande??
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